jueves, 4 de octubre de 2007

Bárbara: Diosa Olímpica


El Monte Olimpo, la montaña más alta de Grecia, hogar de los dioses olímpicos, ubicado en el mundo terrenal cerca del mar Egeo pero imposible de acceder por ningún mortal, ya que su entrada es una puerta de nubes protegida por las diosas de las estaciones. Zeus se sienta majestuosamente en su trono, todos temen su cólera y evitan contrariarlo. A su lado, su esposa Hera, sus celos son legendarios. Se está celebrando una gran fiesta. ¿El motivo de la celebración? Ninguno. A los dioses les gusta tanto festejar como martirizar a los humanos. Hay abundante néctar y ambrosía. Las musas deleitan con sus danzas, poesías... Dioniso, dios del vino, ríe y grita embriagado. Hércules, hijo predilecto de Zeus, nacido de uno de sus amoríos con una humana, se pasea seductor ante las mujeres. Afrodita, diosa del amor, luce resplandeciente; su belleza despierta la envidia de las mujeres y el deseo en los hombres. Ares, dios de la guerra, es el único que no se divierte demasiado, amante de la violencia, no concibe una fiesta sin sangre.

Todos los dioses tienen atribuida una función y son dioses de la misma. Todos excepto una mujer, Bárbara. No ha encontrado ninguna causa de la que hacerse cargo que le interese. Se cuenta que una vez, Zeus la obligó a ser diosa del amor. Pero su desinterés y total falta de romanticismo, provocó que la especie que poblaba la tierra se extinguiera por disminución masiva de la natalidad. Zeus creó entonces a los humanos haciéndolos a su imagen y semejanza. Después le cedió el puesto de diosa del amor a Afrodita.

Bárbara se encamina hacia Zeus. Es una mujer muy atractiva, compite en belleza con Afrodita. Alta, cuerpo atlético, exuberante y una melena pelirroja. Viste un conjunto de cuero. Lleva unas botas también de cuero y unas muñequeras de oro. Una espada con empuñadura de piedras preciosas, uno de los mejores trabajos de Hefesto, dios de la metalurgia, cuelga de su espalda en una vaina negra. Camina con paso firme y una mirada fija. Normalmente, los dioses que se dirigen a Zeus lo hacen con un aire más humilde.

-¿Qué se te ofrece, Bárbara? –pregunta Zeus.

-Has abandonado al pueblo minero –responde-. ¿Por qué? Los vikingos los han invadido. Ahora los hacen trabajar para ellos como esclavos, llevándose lo que extraen de las minas.

-¿Desde cuándo te interesas tú por algo?

-No me gustan las injusticias. Los vikingos son guerreros, los mineros no. No fue una pelea justa.

-No puedo hacer nada. Los vikingos adoran a los dioses de Asgard. Si yo intervengo, empezaría una guerra contra Odín y los suyos.

-Resumiendo, no vas a hacer nada.

-No puedo.

Bárbara no insiste más, sabe que sería inútil. Zeus nunca empezaría una guerra entre dioses. Sin decir nada más da media vuelta y se va. Hércules se dirige hacia ella y la rodea con su brazo.

-No pienses más en eso y únete a la fiesta –dice Hércules sonriente.

-Creía que el gran Hércules siempre está dispuesto a ayudar a los humanos –responde Bárbara.

-En este caso no puedo hacer nada. Yo defiendo a los humanos de la maldad de los dioses. Pero no voy a enfrentar al Olimpo con Asgard.

Bárbara aparta el brazo de Hércules sin mirarle y se va.

Unas horas más tarde aparece en la colonia minera, caminando como si nada, con paso decidido. Los mineros trabajan bajo la mirada vigilante de sus invasores. Unos vikingos la ven y se dirigen hacia ella espadas en mano. Pero en ese momento un rayo impacta en el suelo y aparece Thor, dios del trueno, héroe predilecto de los vikingos, hijo primogénito de Odín, el soberano de los dioses de Asgard, y de Jord, una de sus tres esposas. Thor es un dios alto y musculoso, rubio, forjado en innumerables batallas y armado con un martillo mágico.

-Dejadla –ordena Thor.

Los hombres obedecen sin pensárselo, todavía maravillados por la visión de su dios.

-Eres una diosa del Olimpo. ¿Qué haces aquí? Si atacas a mis hombres tendrás que enfrentarte a mí.

-Tus hombres han esclavizado este pueblo.

-Los humanos dirigen su destino. Pero si una diosa interviene contra mi gente, yo también lo haré.

Ante la indiferencia de Bárbara, Thor golpea el suelo con su martillo. El cielo se encoleriza llenándose de relámpagos y truenos. Una lluvia torrencial se desata y tanto vikingos como mineros se estremecen. Cuando hubo cesado y el Sol vuelve a salir, Bárbara, con gotas de lluvia deslizándose suave y lentamente por sus mejillas, dice:

-Yo también sé hacer truquitos.

Entonces sus ojos verdes se vuelven de color fuego, aprieta sus puños y grita con una fuerza increíble. Al instante, una parte de las minas que estaba vacía estalla violentamente en una sucesión de explosiones. Después saca su espada, la voltea sobre su muñeca y la pone en posición de combate. El filo de su hoja refleja los rayos cegadores del Sol. Inmediatamente salta una distancia impensable para un ser humano hacia el dios de los cabellos dorados. El choque de su espada contra el martillo de Thor provoca una terrible onda expansiva que hace resquebrajarse la tierra. Después ambos saltan hacia atrás de espaldas. Bárbara voltea de nuevo la espada sobre su muñeca con gran pericia. Acto seguido se lanzan otra vez a la pelea. Los humanos allí presentes están hipnotizados viendo el espectáculo. Nunca han visto un combate igual. Luchan a una velocidad y con una fuerza impresionantes. El suelo tiembla bajo sus pies.

De repente los mineros reaccionan. El ver a una mujer peleando contra Thor con esa valentía para defenderlos a ellos, les infunde valor. Armados con mazas y martillos, atacan a los vikingos. Poco a poco van ganando terreno. Sus captores no pueden creer lo que está ocurriendo, pero los corazones de los mineros son más fuertes que los músculos de los vikingos. En poco tiempo se apoderan de sus armas y se hacen con el control. Entonces Bárbara y Thor detienen su lucha. Thor mira a sus hombres vencidos.

-Los humanos dirigen su destino –dice Bárbara-. Se han liberado ellos solos. Esta pelea ya no tiene sentido.

-Tu valentía los ha liberado, no tu poder de diosa. Tú ganas, diosa de los mineros. Sin decir nada más se va de la misma forma que apareció, con un rayo.

-Diosa de los mineros. ¡Lo que me faltaba, vamos! Me gustaría tener ese medio de transporte, yo tendré que volver andando.

Enfunda su espada y se encamina hacia casa. Los mineros la despiden con gritos vitoreándola. Ella camina con la mirada fija hacia delante haciendo caso omiso de éstos.

Lo cierto es que poco importa si quiere o no ser su diosa. Desde aquel día todas las oraciones de este pueblo y sus descendientes irían dirigidas hacia ella.

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