El Monte Olimpo, la montaña más alta de
Grecia, hogar de los dioses olímpicos, ubicado en el mundo terrenal cerca del
mar Egeo pero imposible de acceder por ningún mortal, ya que su entrada es una
puerta de nubes protegida por las diosas de las estaciones. Zeus se sienta
majestuosamente en su trono, todos temen su cólera y evitan contrariarlo. A su
lado, su esposa Hera, sus celos son legendarios. Se está celebrando una gran
fiesta. ¿El motivo de la celebración? Ninguno. A los dioses les gusta tanto festejar
como martirizar a los humanos. Hay abundante néctar y ambrosía. Las musas
deleitan con sus danzas, poesías... Dioniso, dios del vino, ríe y grita
embriagado. Hércules, hijo predilecto de Zeus, nacido de uno de sus amoríos con
una humana, se pasea seductor ante las mujeres. Afrodita, diosa del amor, luce
resplandeciente; su belleza despierta la envidia de las mujeres y el deseo en
los hombres. Ares, dios de la guerra, es el único que no se divierte demasiado,
amante de la violencia, no concibe una fiesta sin sangre.
Todos los dioses tienen atribuida una función y son dioses de la misma.
Todos excepto una mujer, Bárbara. No ha encontrado ninguna causa de la que
hacerse cargo que le interese. Se cuenta que una vez, Zeus la obligó a ser
diosa del amor. Pero su desinterés y total falta de romanticismo, provocó que
la especie que poblaba la tierra se extinguiera por disminución masiva de la
natalidad. Zeus creó entonces a los humanos haciéndolos a su imagen y
semejanza. Después le cedió el puesto de diosa del amor a Afrodita.
Bárbara se encamina hacia Zeus. Es una mujer muy atractiva, compite en
belleza con Afrodita. Alta, cuerpo atlético, exuberante y una melena pelirroja.
Viste un conjunto de cuero. Lleva unas botas también de cuero y unas muñequeras
de oro. Una espada con empuñadura de piedras preciosas, uno de los mejores
trabajos de Hefesto, dios de la metalurgia, cuelga de su espalda en una vaina
negra. Camina con paso firme y una mirada fija. Normalmente, los dioses que se
dirigen a Zeus lo hacen con un aire más humilde.
-¿Qué se te ofrece, Bárbara? –pregunta Zeus.
-Has abandonado al pueblo minero –responde-. ¿Por qué? Los vikingos los
han invadido. Ahora los hacen trabajar para ellos como esclavos, llevándose lo
que extraen de las minas.
-¿Desde cuándo te interesas tú por algo?
-No me gustan las injusticias. Los vikingos son guerreros, los mineros
no. No fue una pelea justa.
-No puedo hacer nada. Los vikingos adoran a los dioses de Asgard. Si yo
intervengo, empezaría una guerra contra Odín y los suyos.
-Resumiendo, no vas a hacer nada.
-No puedo.
Bárbara no insiste más, sabe que sería inútil. Zeus nunca empezaría una
guerra entre dioses. Sin decir nada más da media vuelta y se va. Hércules se
dirige hacia ella y la rodea con su brazo.
-No pienses más en eso y únete a la fiesta –dice Hércules sonriente.
-Creía que el gran Hércules siempre está dispuesto a ayudar a los
humanos –responde Bárbara.
-En este caso no puedo hacer nada. Yo defiendo a los humanos de la
maldad de los dioses. Pero no voy a enfrentar al Olimpo con Asgard.
Bárbara aparta el brazo de Hércules sin mirarle y se va.
Unas horas más tarde aparece en la colonia minera, caminando como si
nada, con paso decidido. Los mineros trabajan bajo la mirada vigilante de sus
invasores. Unos vikingos la ven y se dirigen hacia ella espadas en mano. Pero
en ese momento un rayo impacta en el suelo y aparece Thor, dios del trueno,
héroe predilecto de los vikingos, hijo primogénito de Odín, el soberano de los
dioses de Asgard, y de Jord, una de sus tres esposas. Thor es un dios alto y
musculoso, rubio, forjado en innumerables batallas y armado con un martillo
mágico.
-Dejadla –ordena Thor.
Los hombres obedecen sin pensárselo, todavía maravillados por la visión
de su dios.
-Eres una diosa del Olimpo. ¿Qué haces aquí? Si atacas a mis hombres
tendrás que enfrentarte a mí.
-Tus hombres han esclavizado este pueblo.
-Los humanos dirigen su destino. Pero si una diosa interviene contra mi
gente, yo también lo haré.
Ante la indiferencia de Bárbara, Thor golpea el suelo con su martillo.
El cielo se encoleriza llenándose de relámpagos y truenos. Una lluvia
torrencial se desata y tanto vikingos como mineros se estremecen. Cuando hubo
cesado y el Sol vuelve a salir, Bárbara, con gotas de lluvia deslizándose suave
y lentamente por sus mejillas, dice:
-Yo también sé hacer truquitos.
Entonces sus ojos verdes se vuelven de color fuego, aprieta sus puños y
grita con una fuerza increíble. Al instante, una parte de las minas que estaba
vacía estalla violentamente en una sucesión de explosiones. Después saca su
espada, la voltea sobre su muñeca y la pone en posición de combate. El filo de
su hoja refleja los rayos cegadores del Sol. Inmediatamente salta una distancia
impensable para un ser humano hacia el dios de los cabellos dorados. El choque
de su espada contra el martillo de Thor provoca una terrible onda expansiva que
hace resquebrajarse la tierra. Después ambos saltan hacia atrás de espaldas.
Bárbara voltea de nuevo la espada sobre su muñeca con gran pericia. Acto
seguido se lanzan otra vez a la pelea. Los humanos allí presentes están
hipnotizados viendo el espectáculo. Nunca han visto un combate igual. Luchan a
una velocidad y con una fuerza impresionantes. El suelo tiembla bajo sus pies.
De repente los mineros reaccionan. El ver a una mujer peleando contra
Thor con esa valentía para defenderlos a ellos, les infunde valor. Armados con
mazas y martillos, atacan a los vikingos. Poco a poco van ganando terreno. Sus
captores no pueden creer lo que está ocurriendo, pero los corazones de los
mineros son más fuertes que los músculos de los vikingos. En poco tiempo se
apoderan de sus armas y se hacen con el control. Entonces Bárbara y Thor
detienen su lucha. Thor mira a sus hombres vencidos.
-Los humanos dirigen su destino –dice Bárbara-. Se han
liberado ellos solos. Esta pelea ya no tiene sentido.
-Tu valentía los ha liberado, no tu poder de diosa. Tú ganas, diosa de
los mineros. Sin decir nada más se va de la misma forma que apareció, con un
rayo.
-Diosa de los mineros. ¡Lo que me faltaba, vamos! Me gustaría tener ese
medio de transporte, yo tendré que volver andando.
Enfunda su espada y se encamina hacia casa. Los mineros la despiden con
gritos vitoreándola. Ella camina con la mirada fija hacia delante haciendo caso
omiso de éstos.
Lo cierto es que poco importa si quiere o no ser su diosa. Desde aquel
día todas las oraciones de este pueblo y sus descendientes irían dirigidas
hacia ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario